Ilustración de John Field por Franz Liszt
Ilustración
La publicación de los nueve Nocturnos de Field, reunidos por primera vez (Edición de J. Schuberth et Co.), responde, tal nos parece, al deseo de todos aquellos que gustan del encanto penetrante de estas poesías íntimas. Hasta este momento hemos tenido que buscarlos en diversas ediciones: el autor los ha ido desperdigando sin cuidado a lo largo de su camino, puesto que ponía tan poco cuidado en su publicación como en su ejecución. Esta negligencia le daba tanta gracia a su talento, pero a la vez obligaba a sus admiradores a lamentarse de no poder encontrar fáclimente colecciones completas de sus composiciones, verdaderos ejemplos de obras de sensibilidad. Es falso que las razones de propiedad se opongan aún a que una recopilación completa de sus principales obras sea hecha; o al menos de aquellas en las que la reimpresión estuviera autorizada.
¡Los Nocturnos de Field han guardado su juventud al lado de cosas ya viejas! A pesar de sus más de cuarenta años, aún conservan un frescor embriagador, y aparecen repletas de perfume. ¡Dónde encontraremos si no una perfección como tal, de incomparable inocencia! - ¡Nadie después ha sabido reproducir los encantos de ese lenguage que acaricia, como una visión delicada y tierna; que mece, como los pacíficos movimientos de una góndola o la cadencia de una hamaca, que oscila con una lentitud tan armoniosa, que creemos escuchar alrededor de ella el susurro de un abrazo desvaneciéndose! Nadie ha alcanzado esos aires vagos, esos semi-suspiros, que se quejan a media voz y gimen con voluptuosidad. Nadie se ha aventurado a intentarlo; de todos aquellos que han podido sentirlo, Field es capaz de jugar, o más bien soñar sus piezas, abandonándose a su inspiración, sin empeñarse en las notas, que él había imaginado, pero sí en inventar sin cesar nuevos grupos, que enguirnaldará alrededor de esas melodías; cada vez, él las ornamenta de esos ramos de flores salpicados de gotas de lluvia, y sin embargo, sin hacer desaparecer jamás bajo esos adornos, velándolas sin hacerlas desaparecer, sus lánguidas ondulaciones y sus encantadoras curvas. ¡Con qué inagotable riqueza varía alrededor de esa idea! ¡Con qué rara dicha entrelaza alrededor de ella, sin sofocarla, los más ingeniosos enrejados arabescos!
Si nos hemos dejado penetrar por la plácida emoción que domina sus escritos, como él dominaba su interpretación, es imposible no darse cuenta de qué inútil sería querer copiarlo y esperar imitar con suerte esa dulce originalidad, que no excluye ni la extrema simplicidad de los sentimientos, ni la viariedad de formas y detalles. Si es algo de lo cual querríamos en vano encontrar el secreto, cuando la naturaleza no lo ha confiado a nuestro talento, para ser ese algo siempre su sello distintivo, eso es la gracia de lo cándido y el encanto de la ingenuidad. Podemos poseerlas por un don innato, pero no pueden adquirirse de forma alguna. Field estaba dotado, y por lo tanto sus producciones guardarán siempre ese atractivo que el paso del tiempo no podrá empeorar. Su forma no envejecerá, pues está perfectamente adaptada a sus impresiones, las cuales no se corresponden a un orden de sentimientos pasageros, transitorios, nacidos bajo la influencia del entorno en el cuál se encuentra, si no a las puras emociones que permanecerán eternamente con encanto al corazón del hombre, pues él encuentra siempre las mismas, en frente de la belleza de la naturaleza, y de la más dulce ternura que lo acogen en el amanecer de la vida, antes de que la reflexión venga a plagar de sombras los prismas radiantes de sus sentimientos. No sabríamos por lo tanto ni siquiera soñar con modelar sobre tal amdimarble modelo, ya que sin una aspiración en particular, es imposible alcanzar esos efectos que no se encuentran salvo que no sean buscados. En vano nos aplicaremos al análisis del encanto de su espontaneidad. La cuál no emana más que de una disposición tal como la de Field. Para él, la invención fue una facilidad, la diversidad de las formas una necesidad, como les ocurre habitualmente a aquellos que son abundantemente repletos de sentimientos. Incluso a pesar de esa elegancia tan variada en sus capricos, no había en su talento afectación alguna; lejos de eso, su búsqueda tenía toda la simplicidad del instinto, que disfruta modulando hasta el infinito el acorde simple y alegre del sentimiento, de los que su corazón está repleto.
Y, esto que decimos, puede aplicarse igualmente al compositor y al virtuoso. Tanto al escribir como al tocar, no estuvo preocupado más que de volver sensible a sí mismo su propio sentimiento, y no sabríamos imaginar la enrtega de un publico más cándido que el suyo. Cuando vino a París, él no se negó a dar sus conciertos en pianos de mesa, que ciertamente no respondían al efecto que hubiera producido un instrumento más apropiado a las salas en las cuales reunía un público atento, al que encandilaba sin cuidado. Su pose casi inmóvil, su rostro poco espresivo, no atraían la atención. Su mirada no buscaba a ningún otro. Su interpretación transcurría clara y límpida. Sus manos se deslizaban sobre las teclas, y los sonidos que se despertaban parecían seguirlas como una estela espumosa. Estaba contento de ver que, para él, su principal auditorio era él mismo. Su tranquilidad era casi somnolienta, y la impresión del público era tal que podía al menos perturbarla. ¡Ninguna brusquedad, ninguna aspereza, sea en el gesto, sea en el ritmo, venía jamás a interrumpir su melodiosa fantasía, que derramaba en la atmósfera una corriente deliciosa, por sus cantos murmurando amorosamente, mezza voce, las más suaves impresiones, las más encantadoras sorpresas del corazón!
(aún por terminar de traducir)
Franz Liszt, traducido del francés por Jesús Virseda Jerez.
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